¿Resultará que soy una madre hiperprotectora?
Autoría: evamillet
Republicado con autorización de la autora (https://educa2.info)
De
vacaciones. En una isla. Con mar, playas, peces, olas y rocas. Estos dos
últimos elementos, las olas y las rocas, han formado parte de dos episodios
este verano que me han hecho cuestionar si no me estaré transformando, en
sintonía con los tiempos, en una madre hiperprotectora.
Empezaré
por las rocas: las rocas son un elemento vital en las infancias. Rocas y niños
siempre se han atraído. Sirven para saltarlas o para explorarlas y pueden ser
una fuente de inmenso placer, de grandes emociones.
Desafortunadamente,
no para todos. De niña, yo tenía una amiga, C., cuya madre, la señora M. no le
permitía ni acercarse a las rocas, por miedo a que resbalara, cayera y se
abriera la cabeza. La señora M. no dejaba a su hija ir a las rocas pero, en
cambio, la obligaba a acompañarla al bingo del pueblo donde veraneaban. La
señora M., un mito en mi infancia, no dejaba a su hija hacer prácticamente
nada. Era una madre sobrerprotectora en una época en las que este tipo de
madres eran rarísimas y nos causaba perplejidad y fascinación a aquellas que no
las tuvimos.
Hoy,
las cosas han cambiado radicalmente. Las madres y los padres sobreprotectores
son cada vez más abundantes. En las islas, en los pueblos de veraneo, en las
ciudades, en las puertas de las escuelas, en la calle… Cada vez son más los
progenitores, en tiempos más seguros que nunca, que viven aterrados que una
calamidad afecte a su hijo o hija. La cultura del miedo a lo que puede pasar se
ha impuesto en las infancias privilegiadas del siglo XXI. Un tipo de crianza
que puede generar:
A)
Niños muy miedosos: con terror a los peces, al agua, a tirar la cadena del
lavabo, al canto del gallo, a dormir fuera de casa… (todos ellos son casos
reales y cercanos, de los cuales ya hablado en alguna ocasión) y con una
autonomía nula a causa, precisamente, del miedo, que les paraliza a hacer cosas
por sí mismos.
B)
Una contundente reacción: como la de mi amiga C., cuya madre no le dejaba ir a
las rocas y, visto lo visto, cuando ya fue adulta, se largó lo más lejos
posible. Ella, su marido y sus encantadoras hijas han vivido los últimos 9 años
en África, en uno de los países con mayor índice de peligrosidad del mundo (la
señora M. no lo ha pasado muy bien).
De
ella me acordé cuando, hace unos días, mi hijo, de 13 años, me pidió saltar la
roca de considerable altura que en la isla se conoce como Acapulco. Me pidió ir
a saltar y en una fracción de segundo –quizás influída por el espíritu de la
señora M.–, vi a mi precioso hijo paralizado en una silla de ruedas… Le dije
que ni hablar, que tendría que esperar un par de años más (creo que le dije
algo como “cuando estés más formado”). Pese a las airadas protestas, que
incluyeron acertadas frases como: “Escribes sobre hiperprotección y eres una
madre hiperprotectora” o: “Me iré a África, como tu amiga C.”, me mantuve firme
como una roca.
Sin
embargo, cuatro días después, la madre-roca se desmoronó por completo cuando,
al ir a recoger a mi hijo de pasar la tarde con unos amigos, lo vi lanzarse de
una roca bastante más alta que Acapulco, la que le había prohibido saltar. Debo
decir que la imagen (el mar liso como un espejo y la silueta de un gigantesco
sol poniente color naranja detrás de los 4 chicos lanzándose al mar) era
magnífica. Quizás por aquella cuestión estética (y porque me di cuenta de que
me había equivocado), no le dije nada. De todos modos él, intacto y feliz de la
vida, me explicó, con lógica aplastante, que de esa roca en cuestión no le
había prohibido saltar. Por cierto: habían pasado una tarde estupenda. Solos,
libres, sin supervisión adulta alguna. De los padres de sus amigos, ni rastro,
lo que me hizo preguntarme, por segunda vez en unos días, si no me estaría
convirtiendo en una madre hiperprotectora.
La
cuestión volví a planteármela esa misma semana a raíz de una salida en barca
con L., mi tía favorita y una de las personas más valientes que he conocido en
mi vida. L. siempre me ha comentado que ella, como madre, tuvo un propósito:
que sus hijos no tuvieran miedo. En su opinión, el miedo te fastidia la vida,
así que siempre tuvo claro que si algo iba a inculcarles a su prole, ese algo
era la valentía.
Como
a ella se la inculcó su padre: de niña, L. tenía pavor al larguísimo pasillo de
su casa. Su padre, consciente de ello, la hacía practicar un ejercicio: se
colocaba al final del pasillo y la animaba a atraversarlo. L. lo hacía una y
otra vez, con la luz encendida, y él la esperaba al final. El siguiente reto
era hacerlo con la luz apagada: una hazaña que se recibía con vítores (hay que
jalear la valentía, recomienda un experto en miedos, el pedagogo José Antonio
Marina). Gracias a ejercicios como este y a la paciencia de su padre, L.
consiguió vencer al miedo a aquel pasillo, a la oscuridad y a la vida en
general. Siempre ha sido de la opinión que si los padres tenemos miedos se los
instilamos a los hijos. Ellos aprenden lo que ven.
Con
este background salimos en barca con tía L. y algunas personas más. Entre
ellos, dos niñas: mi hija de 9 años y la hija de mi prima, de 8. Todo muy
agradable hasta que por la tarde se levantó un viento considerable y el patrón
nos indicó que debíamos volver a puerto… ¡ya! Así los hicimos. Comprobamos in
situ que el mar se había levantado: las olas azotaban la base de los
acantilados con fuerza, cubriéndolos de espuma y nos hacían bailar bastante (la
barca no es demasiado grande).
Estoy
acostumbrada a ir en barca y me encanta, pero debo decir que la travesía de
vuelta no resultaba demasiado invitadora así que, en un momento de inspiración,
sugerí ponerles chalecos salvavidas a las niñas. La idea fue recibida por mi
tía y por mi prima como si hubera dicho la mayor barbaridad del mundo. Entre
otros, me dijeron que era una exagerada y que lo único que iba a conseguir era
que las niñas cogieran miedo. Yo dudaba. Dudaba. Pero el mar cada vez era más
oscuro, la barca se movía más y las olas me parecían cada vez más grandes… ¿Qué
hacer? ¿Dejarlas tal cual o colocarles un chaleco color naranja chillón, por si
acaso, pero instilándoles quizás el miedo a caerse y morir ahogadas?
La
solución me la dio el patrón, por partida doble: primero me dijo que, en el
caso de que cayese alguna niña, el chaleco era útil para verlas en aquel mar
cobalto y revuelto. Así que, desafiando las chanzas, fui a buscar sendos
chalecos y se los di a las niñas, las cuales no parecieron ni más ni menos
traumatizadas después de ponérselos. Cuando llevábamos varios minutos de
travesía, agitados todos como en una coctelera, el patrón decidió dar marcha
atrás… Dijo que era lo más prudente y que no quería que las niñas cogieran
miedo al mar de por vida. Así que media vuelta, hacia aguas tranquilas y
chalecos fuera.
Fin
de la aventura, pero no de las dudas. ¿Exageré? ¿Fui prudente o
sobreprotectora? ¿Me estaré convirtiendo en la señora M.?